21 de octubre de 1766. Un terremoto sacudió a Venezuela en casi toda su extensión y no obstante estar Guayana situada sobre una inmensa roca inconmovible, no dejó de estremecerse y hacer que sus pobladores perdieran la noción del tiempo hasta el punto que el misionero jesuita italiano Felipe Salvador Gilij, quien se hallaba en La Urbana, sostuviera al igual que los habitantes de esa aldea que el movimiento sísmico había tenido duración de una hora.
Felipe Salvador Gilij, quien rescató de los propios indígenas Tamanaco la leyenda de Amalivaca, dios creador del Orinoco, escribió “Me pareció a mi y a quien como yo estaba sin reloj, que el horrible movimiento duró una hora al menos. Otros dijeron que menos, pero lo cierto es que todos creyeron en común que una hora. En acontecimientos tan horribles, que tanto mueven la fantasía, ¿quién es capaz de decir la verdad? Continuaron después el mismo día y en los siguientes, y hasta que después de nueve meses me marché del Orinoco, diversos terremotos, unos grandes y otros pequeños, pero ninguno tan espantoso como el primero. Este espantoso terremoto habría derribado del todo pueblos construidos con muros. En el Orinoco no cayeron las cabañas, pero eran poco reparo para la ira divina, y cada uno, en vez de piedras, temía que se le abriera bajo los pies la tierra. Se abrió, en efecto, en algunas partes, manando hacia arriba donde antes no había, agua en abundancia. Rodaron de los montes abajo en gran abundancia los peñascos. Abrieron a guisa de volcanes, quedando después de ellos señales espantosas, los montes más altos. De una islita que estaba primero bajo la roca Aravacoto en el Orinoco, no quedó sino para funesta memoria un árbol. Dejó en seco su canoa el cacique de los Otomanos. Vuelto en sí, una vez acabado el terremoto, encontró que aquel lugar en que la había puesto se había llenado de agua no suya y había bajado lo menos dos varas”.
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